Cada uno de nosotros tiene sus puntos de dolor abiertos, siempre presentes.
Se hacen sentir en la piel hasta lo más profundo del alma. A veces se tiene suerte y aquel dolor intenso se convierte en compañía en los días de soledad.
A veces se construyen las propias junglas lisérgicas, un bosque que florece a partir de la anestesia de la propia conciencia. No hay dolor, ni felicidad, solo una estética flor de plástico y fragilidad. Y no queda nada más que el vacío. Un revitalizante para el alma.
Una cosa esencial que se forma desde el exceso. El alma se mueve entre parpadeos y gotas de armonía ligera. Es la infancia de la conciencia. El vacío es un regalo de la inocencia.